Lo cierto es que a partir de las 3:15, el momento en el que abrían las puertas, el colegio cobraba ciertos colores intensos y saturados y una atmósfera cargada de pesadumbre que hacían de aquellas dos horas que quedaban por delante un auténtico infierno insoportable.
Pero yo seguía ahí viendo pasar zapatos libres, coches libres, niños apurando sus últimos minutos de semilibertad... Recuerdo cómo imaginaba cada día que conseguía colarme entre aquellas estrechas rendijas y huir de ahí a toda costa. Pero yo era demasiado grande como para caber por ahí y demasiado pequeño pa poder cambiar la situación. Así que me limitaba a analizar las rutinas del conserje, del portero, de las cuidadoras. Que por cierto, no hacían más que hacernos la vida imposible. Eran unas malfolladas. No podíamos correr, tampoco saltar, ni jugar a la pelota. Lo bueno es que como estábamos en 5º curso, ya podíamos hablar y estar de pie. Nos habíamos deshecho de Tania, aquella cuidadora de habla nasal que nos amordazaba con cinta americana si no permanecíamos en silencio.
Analizaba las rutinas de los trabajadores del centro con el fin de aprovechar algún despiste y escaparme por la puerta por la que salían los profesores. A veces quedaba entreabierta y siempre busqué el momento idóneo, y se dio varias veces, tuve la oportunidad de hacerlo, pero no los cojones suficientes. Me conformaba con seguir mirando la libertad tras las rendijas. Hasta que un día tras unas vacaciones, volví y ya no existían, las habían tapiado. ¡Esos hijos de puta las habían tapiado! No querían que tuviésemos ningún tipo de contacto con la realidad exterior.
Acabaron con mis vistas a la libertad, es cierto. Pero me enseñaron, a base de mal, que cuando no se puede surcar libre el cielo como las palomas, uno encuentra a ras de suelo el más mínimo vestigio de libertad. Y con eso basta.
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