Aunque muchos han tratado de
negar lo evidente, la lucha de clases es real. Siempre lo ha sido. De hecho,
creo que he estado palpando toda mi vida las diferencias de clase. Crecí en un
barrio obrero a las afueras de la capital tinerfeña. Mi padre era carnicero y mi madre trabajaba de dependienta en una tienda. Como suelo decir, en mi casa
ni sobró la plata, ni faltó un plato. Pero fui de esos hijos de trabajadores
que estudió en la concertada. Sobretodo por aquel loco deseo de mi padre de que
su hijo recibiese la “buena educación” que él nunca tuvo la suerte de recibir.
Aunque eso le costara trabajar unas 14 horas diarias.
Esto
hizo que yo llevase algo así como una doble vida. Estudiaba con hijos de
futbolistas, importantes abogados, prestigiosos médicos, empresarios y demás gente de buen ver. Y en mis tiempos
libres jugaba en el barrio con hijos de obreros, repartidores, taxistas,
parados… Ellos iban juntos a la pública. Lo cierto es que rara vez podía jugar
entre semana. Yo siempre tenía tarea que hacer mientras ellos marcaban goles,
construían casetas con palos o buscaban bichitos en los jardines. En el colegio
se jugaba a otro tipo de cosas, como coleccionar y apostar cromos. Yo tenía
miedo a apostar mis cromos y perderlos. Recuerdo que los otros niños del colegio jugaban con ventaja; tenían muchísimos repetidos y los apostaban sin ningún pudor. Nunca
llegué a completar la colección.
Nunca olvidaré lo mal que me miraban los chicos del barrio cuando llegaba a casa con aquel
refinado uniforme de polo, con escudo al pecho y jersey rojo de pico. Sin duda
eso otorgaba cierta distinción a los alumnos del centro. Llevarlo puesto en mi
barrio era algo así como una traición a nuestra naturaleza, a nuestra clase. Yo
me avergonzaba de ello. Aunque siempre tuve claro a quienes pertenecía. Lo que
no sabe mi padre es que la buena educación no la recibí directamente por parte
de ese colegio de ricos. Más bien fue la constante e inevitable comparación a la que se
vieron sometidos ambos entornos por parte del inocente juicio de un niño que creció
saltando cada día la brecha que, inexorablemente, abre el sistema
capitalista.
Fabián Sosa.