lunes, 12 de octubre de 2015

Poema - Vida II

Recuerdo cada beso que pudrió la cobardía
en esas noches clandestinas en las que
nos gritábamos con los ojos.

Sin embargo, las palabras
se nos atrancaban en la garganta
y parecíamos dos estúpidos
intentando congelar el tiempo.

Como si el tiempo tuviese tiempo
para pararse a esperarnos.
Como si la ciudad perdiese el vértigo
y la adolescencia fuese eterna.

Una mesa para dos.
Aunque ya sea tarde.
Cenemos cuando amanezca
y que la sobremesa se alargue.

Fabián Sosa


domingo, 11 de octubre de 2015

Poema - Guerrero

Hoy necesito confiarle mi retaguardia a la suerte.
Aunque cada vez que me quite la armadura
sienta el filo de una daga atravesando mi piel.

Ya no puedo más con el peso de esta armadura
que me arrastra hacia las gélidas aguas de la nada,
de lo etéreo.

Hoy este guerrero desenvaina su espada
para más nunca volver a empuñarla.
Cuelga su capa y el yelmo que le impide pensar.

Hoy, dejo al descubierto mi pecho.
Sin coraza mi corazón. Al desnudo.
La presión me pudo, ya no hay escudo.
No lucho, dejo mi ser en manos del amor.

Aunque me cueste la vida, el alma y el cuerpo.
Pues prefiero morir habiendo vivido.
Que haber vivido la vida muriendo.

Relato corto - A ras de suelo.

Ahí estaba yo, como de costumbre. Tirado sobre la rampa de asfalto que conducía a la salida de aquella cárcel a la que todos llamaban "colegio". Siempre, después de ingerir algún menú infumable en el comedor, me tumbaba sobre el asfalto caliente a contemplar tras la rendija inferior de la puerta de acero todos los pies que por delante se paseaban. En realidad no contemplaba los pies, contemplaba la libertad. Envidiaba a todos aquellos pies que andaban libres por esa acera. Podía pasar horas haciéndolo. Imaginaba como todos esos pies autodeterminaban su rumbo fuera de los muros de aquel mustio lugar. Envidiaba a los niños que iban a comer a casa. Esas dos horas y media fuera debían ser como un  remanso de paz, aunque luego volver se hiciese más costoso. Para hacerlo no bastaba con entrar, la mayoría de los niños compraba golosinas en el estanco más cercano. Supongo que para paliar la amargura de la vuelta a aquel extraño lugar, más extraño por la tarde si cabe.

Lo cierto es que a partir de las 3:15, el momento en el que abrían las puertas, el colegio cobraba ciertos colores intensos y saturados y una atmósfera cargada de pesadumbre que hacían de aquellas dos horas que quedaban por delante un auténtico infierno insoportable. 

Pero yo seguía ahí viendo pasar zapatos libres, coches libres, niños apurando sus últimos minutos de semilibertad... Recuerdo cómo imaginaba cada día que conseguía colarme entre aquellas estrechas rendijas y huir de ahí a toda costa. Pero yo era demasiado grande como para caber por ahí y demasiado pequeño pa poder cambiar la situación. Así que me limitaba a analizar las rutinas del conserje, del portero, de las cuidadoras. Que por cierto, no hacían más que hacernos la vida imposible. Eran unas malfolladas. No podíamos correr, tampoco saltar, ni jugar a la pelota. Lo bueno es que como estábamos en 5º curso, ya podíamos hablar y estar de pie. Nos habíamos deshecho de Tania, aquella cuidadora de habla nasal que nos amordazaba con cinta americana si no permanecíamos en silencio.

Analizaba las rutinas de los trabajadores del centro con el fin de aprovechar algún despiste y escaparme por la puerta por la que salían los profesores. A veces quedaba entreabierta y siempre busqué el momento idóneo, y se dio varias veces, tuve la oportunidad de hacerlo, pero no los cojones suficientes. Me conformaba con seguir mirando la libertad tras las rendijas. Hasta que un día tras unas vacaciones, volví y ya no existían, las habían tapiado. ¡Esos hijos de puta las habían tapiado! No querían que tuviésemos ningún tipo de contacto con la realidad exterior.

Acabaron con mis vistas a la libertad, es cierto. Pero me enseñaron, a base de mal, que cuando no se puede surcar libre el cielo como las palomas, uno encuentra a ras de suelo el más mínimo vestigio de libertad. Y con eso basta.